domingo, 21 de agosto de 2016

Capítulo 1.2

PARTICIPACIÓN SOCIAL, UN DILEMA DE LA IZQUIERDA


A pesar del apoyo a la participación de la población en la solución de sus
problemas, la izquierda que llegó al gobierno en Uruguay no se distinguió
de prácticas paternalistas anteriores y organizaciones sociales reclaman
otro lugar en el proceso político.


El cambio de gobierno en Uruguay, con el triunfo del Frente Amplio y la
asunción de Tabaré Vázquez como presidente, fue precedido por una propuesta
de desarrollo con participación social que era una posición tradicional
de los sectores de la izquierda y que se diferenciaba radicalmente de la
concepción vigente durante el largo reinado de los partidos blanco y colorado
en el país. Sin abrumar al lector, porque las citas abundan, damos a
continuación algunas referencias de esa postura.

En el documento “Nuestras Señas de Identidad”, aprobado en el IV y
último Congreso del Frente Amplio, realizado en setiembre de 2002, se
decía: “Queremos una democracia plena y plural. Frente a las limitaciones
sustantivas de la situación actual bregamos por profundizar y transformar
los mecanismos de información, participación y representación ciudadana.
Por eso nuestro compromiso con los instrumentos de democracia directa,
la descentralización, la transparencia informativa, el ejercicio de los derechos
ciudadanos y la transferencia de capacidad de decisión a la comunidad
y los trabajadores”
.

En otro pasaje de las resoluciones del mismo congreso se agrega: “Esta
lucha
[se refiere a respuestas a las inequidades de la globalización hegemonizada
por el capital financiero y el pensamiento neoliberal] debe promover como
aspecto central de esa reorientación para que los pueblos del mundo puedan

gobernar la globalización con signo progresista, la mayor participación
pública y de la sociedad civil organizada en el proceso, la democratización
de los organismos internacionales y de los medios de comunicación,
y la regulación de los procesos económicos desatados”
.

El presidente Tabaré Vázquez, en su discurso del 1º de marzo, en la
escalinata del Palacio Legislativo, dijo: “Este gobierno tiene señas de identidad
nítidas e indelebles. Y desde ellas vamos a gobernar para la sociedad y
ello pasa por algo que se llama profundizar, ensanchar, alargar la democracia
y la participación ciudadana en el ejercicio de este gobierno nacional
que debe ser de todos los uruguayos”
.

Y agregó, más adelante: “Trabajamos también en la transición social.
En el Plan de Emergencia, en su preparación, trabajamos con empresarios,
con trabajadores, con la sociedad en general, con la sociedad en su conjunto,
porque para llevar adelante esos cambios que entre todos tenemos que
llevar adelante se necesita una gran base de sustentación política y una gran
base de sustentación social”
.

Dos decisiones políticas de envergadura


A los pocos días de haber asumido el gobierno, sin una evaluación
técnica adicional y sin mediar una consulta ni, mucho menos, la mentada
participación de la población local y de las organizaciones sociales
involucradas, los ministros de Tabaré Vázquez reafirmaron la autorización
para la instalación de dos fábricas de celulosa que, por sus características y
sus encadenamientos productivos, cambiarían radicalmente la faz del país.

Hasta entonces, los pronunciamientos del Frente Amplio habían sido
en sentido contrario. Esta sorpresiva decisión no tuvo siquiera la consideración
de la duda, para la cual tenía total legitimidad, por tratarse de una
fuerza política recién llegada al gobierno, tal como fue aplicada en cambio
a un decreto de último momento del gobierno de Batlle sobre las evaluaciones
de impacto ambiental, cuya vigencia se suspendió por cinco meses
para realizar un análisis detenido del caso.

Los planteos de diversas organizaciones sociales, los pedidos de audiencias
al presidente y varias declaraciones públicas –inclusive una surgida
en el Foro Social Mundial de 2005 en Porto Alegre-, no sólo no recibieron
respuestas formales sino que contrastaron con el tratamiento dado a
Botnia, que fue recibida por Tabaré Vázquez y la propia empresa anunció a
posteriori la confirmación del respaldo oficial a su proyecto.

Las respuestas a los restantes protagonistas sólo se dieron a través de
la prensa, donde distintas autoridades del gobierno se dedicaron a fundamentar
la importancia de las inversiones y de dar seguridad a los inversores,
al tiempo que se reiteraba, como algo imposible de poner en duda, que
se evitaría cualquier impacto negativo. Pero más allá de estas consideraciones,
que podían ser discutidas desde diversos ángulos, había un factor ausente:
¿Adónde había quedado la anunciada participación social?

En forma similar, otra decisión puso en cuestión el resultado del plebiscito
del agua, que fue simultáneo con la elección de noviembre de 2004.
Con el argumento de garantizar a las empresas el respeto de los contratos,
el gobierno anunció que la reforma no afectaría a aquellos en vigor. Siempre
habrá abogados para defender un contrato por encima de la Constitución
de un país, pero ¿al voto del pueblo quién lo defiende?

Se podían explicar estas contradicciones por la distancia entre el
continuismo económico y las promesas sociales del nuevo gobierno. Sin
embargo, en las tres gestiones anteriores del FA al frente de la Intendencia
de Montevideo tampoco se dieron cambios relevantes en términos de participación
social. No era entonces algo sorpresivo, sino una limitación de la
izquierda para llevar a la práctica un concepto diferente de gestión.

La participación social en el desarrollo

El sentido y las formas de participación social en los proyectos de
desarrollo en los países más pobres –sobre todo en la perspectiva de un
“desarrollo sustentable”– han registrado en las últimas décadas un cambio
sustancial, llegando a ser un elemento sin el cual ese desarrollo es
una inversión con fines lucrativos y/o políticos que muchas veces trae
poco beneficio real a la población, cuando no afecta seriamente al medio
ambiente.

Desde hace varios años atrás, instituciones dedicadas al desarrollo, tanto
gubernamentales como privadas, vienen discutiendo el propio significado
del concepto de desarrollo social, empezando por identificar quiénes
deben decir en qué consiste ese desarrollo y definir luego quiénes
deben dirigirlo y vigilarlo en su aplicación, para evaluar finalmente si el
objetivo de desarrollo propuesto fue o no fue efectivamente alcanzado.

La revisión se justificaba porque tras décadas de elaborar programas y
destinar no pocos recursos a una inmensidad de proyectos de desarrollo,
supuestamente dirigidos a proporcionar o facilitar a los sectores más pobres
de la población el acceso a aspectos básicos de la salud, educación, vivienda,
trabajo y bienestar, incluido el derecho a un medio ambiente saludable, el
efecto real de tales programas y proyectos ha sido sumamente limitado.

La cuestión rebasaba incluso la discusión sobre las condiciones y efectos
de los modelos elegidos. Antes que nada, se trata del uso eficiente y
eficaz de los recursos destinados a los proyectos, de saber a qué fin realmente
fueron dirigidos, cómo se controló su ejecución, en qué proporción
se distribuyeron en la cadena de actores involucrados y, por último, cuál es
la evaluación de los supuestos beneficiarios, que debe ser lo decisivo.

Y cuando los proyectos por su condición tienen –como la minería, las
plantaciones en gran escala, la explotación de recursos costeros y cuencas
hídricas, etc.– un fuerte impacto sobre el medio ambiente, la necesidad de
la participación social se hace más imperiosa aún, dada la magnitud de los
efectos de todo orden en juego. También es mucho más compleja, por la
variedad y la cantidad de actores que deben participar en el proceso.

En el plano político internacional, cuando se habla hoy de desarrollo
sustentable, los principios de responsabilidad social y ambiental son
incuestionables. Desde los organismos de la ONU y numerosas entidades
no gubernamentales internacionales se impulsa la aplicación de estos
principios y para reforzarlos se han elaborado, a menudo con múltiples
actores, pautas para los procesos de participación social y rendición
de cuentas pública.

Un nuevo momento político en la región

En América Latina existe a esta altura una gran variedad de experiencias
en esta dirección, desde intentos fallidos de llevar adelante un proyecto
contra la voluntad de la población local, como el caso de la minera canadiense
Manhattan en Tambogrande, Perú, pasando por las fórmulas de
acuerdos entre el Estado, empresas mineras y comunidades locales en Bolivia,
hasta los procesos de cogestión de cuencas hídricas en México.

Es notorio, además, que en donde los impactos sociales y ambientales
del modelo neoliberal habían sido mayores y, a la vez, en donde los gobiernos
o parlamentos elegidos en las urnas pretendieron mantener la continuidad
de tales políticas, se generaron incluso insurrecciones populares
que, como era inimaginable pocos años antes, obligaron a renunciar a más
de un presidente o alcalde e incluso modificaron mayorías legislativas.

Estos hechos estaban dando a entender que la democracia representativa
tradicional, como la decisión electoral que cada cierto tiempo integra
un parlamento y un gobierno de mayoría para hacerse cargo de las decisiones
del país, es insuficiente en su forma tradicional para atender los imperativos
del desarrollo. En lugar de cuestionar, esto plantea la necesidad de
ampliar la democracia y dotarla de instrumentos que la hagan más eficaz.

En el Uruguay, la impronta institucional marcada por 170 años de gobiernos
de los partidos tradicionales sólo pudo ser alterada en los años recientes
–y bajo la protesta sistemática de esos grupos– por una serie de
plebiscitos sobre asuntos clave del desarrollo nacional. Este mecanismo, sin
embargo, es útil para dirimir temas puntuales de gran envergadura, pero no
como forma regular de decisión, ejecución y evaluación de proyectos.

Parece claro, asimismo, que el problema no se resuelve librando otro
cheque en blanco, ahora suponiendo el carácter progresista del nuevo gobierno.
Por un lado, el vuelco político uruguayo hacia la izquierda evidenció
la necesidad de pasar a otras formas de gestión pública pero, por el otro lado,
aunque las propuestas de la nueva fuerza mayoritaria abonaban ese camino,
el peso histórico del centralismo político-partidario es muy grande.

Para llegar a buen puerto en todos los frentes, desde el social y político
hasta el económico, la decisión y gestión del desarrollo exige un grado mayor
e indelegable de participación social. El movimiento popular uruguayo,
aunque ha estado tradicionalmente sustentado en estructuras gremiales, nunca
se caracterizó por una postura corporativa, por lo que si se procura abrir
nuevos caminos no haría falta apelar a consejos o recetas extrañas.

Sin tutorías partidarias ni tecnocráticas

Desde su creación en 1964, la Convención Nacional de Trabajadores
(CNT) se ocupó de los problemas del país. Esta vocación política del movimiento
obrero uruguayo –no en el sentido partidario, sino de trascender
sus problemas particulares-, llevó a la realización en 1965 del Congreso del
Pueblo junto con otros movimientos sociales de la época. De aquí surgió el
Programa de Soluciones a la Crisis que la CNT adoptó como suyo en 1966.

El programa del Congreso del Pueblo y luego de la CNT fue, en un singular
proceso histórico, el antecedente inmediato y base del programa elaborado
por el Frente Amplio en su creación en 1971. El programa del FA tuvo a
partir de allí una evolución propia, en correspondencia con el proceso de
esta fuerza política. Pero esto no modificó la postura de la central obrera, que
mantuvo su independencia político-partidaria y su vocación programática.

La intervención del PIT-CNT en las últimas décadas en diversas acciones
por problemas del país, en particular en los plebiscitos, junto a otras fuerzas
sociales y políticas, se inscribe en esa trayectoria. Fiel a esa tradición, en la
proclama del 1º de Mayo de 2005, leída en el acto por la dirigente de los
funcionarios de OSE Adriana Marquisio, la central señaló que seguía vigilante
al cumplimiento de la reforma constitucional del agua aprobada en 2004.

La proclama enumeró los puntos principales de la reforma, o sea, que
el agua como recurso debe estar subordinado al interés general; que los
servicios de agua potable y saneamiento deben ser prestados exclusiva y
directamente por personas jurídicas estatales; el principio de solidaridad
con otros países; y “la participación horizontal y democrática de la sociedad
civil en la gestión integrada de cuencas hidrográficas, donde se contemple
la decisión de los ciudadanos cuenca”
.

El documento de la central planteó explícitamente la reconsideración
de las decisiones sobre las plantas de Ence y Botnia en Fray Bentos, señalando
que habían sido tomadas de forma inconsulta, y propuso sin rodeos
la instalación de una Comisión Multisectorial “donde todos los sectores
involucrados, vuelquen sus propuestas, y preocupaciones, procurando un
informe de consenso para que el Poder Ejecutivo resuelva”
.

En las semanas siguientes, a pesar del planteo del PIT-CNT, el gobierno
reafirmó su decisión y prometió dar garantías del cumplimiento de las
condiciones técnicas requeridas para preservar el medio ambiente. Se soslayó
así otro reclamo concreto de participación, recurriendo una vez más al
paternalismo tradicional. Si existen garantías, ¿cuál podría ser el motivo
para no ponerlas sobre la mesa con total transparencia?

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