domingo, 21 de agosto de 2016

Capítulo 1.3

COMUNIDADES EN DEFENSA DE SU FORMA DE VIDA


Enfrentadas a graves problemas sociales y ambientales, las comunidades
locales han comenzado a defender su hábitat, pero las instituciones
vigentes, empresas e incluso ONG no toleran o asimilan plenamente la
importancia de esa participación.


Desde el viejo lema del movimiento ecologista –”pensar globalmente, actuar
localmente”
– y la tradicional adhesión de los grupos ambientalistas a los
valores democráticos, hasta la fórmula hoy presente en todos los documentos
de las organizaciones internacionales que se ocupan del desarrollo y el medio
ambiente, la participación local, o sea, la intervención de las comunidades
en la toma de decisiones sobre las políticas y proyectos que las afectan,
es una cuestión fuera de discusión.

Se ha consolidado como concepto incuestionable, pero está lejos de ser
llevado a la práctica. Cada órgano o entidad aplica el concepto según
su criterio y son pocos todavía los que se preocupan por averiguar qué
creen al respecto y cómo lo harían los propios involucrados. Es más,
cuando los aludidos deciden actuar por su cuenta y riesgo, en vez de ser
bienvenidos, a menudo se los ignora, se busca manipularlos o son
simplemente rechazados.

Esto se traduce dramáticamente hoy en América Latina en una cantidad
de conflictos socioambientales en donde las comunidades locales han decidido
actuar. Por lo general esto ocurre cuando la situación es crítica (contaminación,
depredación ambiental, degradación social) y evidencia que los actores
habituales y las instituciones vigentes en estas sociedades no contemplan
ni están preparadas para incorporar a este nuevo protagonista.

Los impactos de la globalización

La región latinoamericana arrastra una serie de problemas ambientales
no resueltos, que cada tanto desembocan en alguna catástrofe provocada
por accidentes o condiciones críticas. Los pasos dados por los poderes
públicos, las empresas y los restantes actores sociales han sido hasta ahora
insuficientes. La cuestión es grave porque, en vez de disminuir o aplacarse,
estos conflictos tienden a aumentar y a agudizarse.

La mayoría de los gobiernos de la región, incluidos algunos en donde
han triunfado fuerzas de izquierda, no tienen la decisión de cuestionar las
políticas del FMI, el BID y el Banco Mundial. Asumen la globalización económica
como un hecho y que la única vía para el desarrollo es la apertura,
sin restricciones, al capital extranjero aunque esta sea la receta que facilitó
el saqueo de la región y hoy las consecuencias son peores.

A los problemas tradicionales o históricos, se agrega hoy una nueva
oleada de inversiones interesadas en las riquezas naturales de la región.
Desde la expansión de la minería y la agroindustria, como en el caso de la
soja y las plantaciones de pinos y eucaliptos, hasta la instalación consiguiente
de la industria de celulosa, son proyectos de gran escala con fuertes
impactos ambientales y sociales sobre las poblaciones locales.

Extracción de minerales, gas y petróleo en zonas ricas en biodiversidad
y ecológicamente frágiles (por ej., proyecto Pascua Lama en la cordillera
de Argentina y Chile); deforestación para la agroindustria y plantaciones
de árboles sobre pastizales para producir celulosa; patentes biológicas para
la industria farmacéutica y la agroindustria, son algunas de esas inversiones
que enfrentan una creciente resistencia de las poblaciones.

Es una resistencia con asiento territorial, son movimientos comunitarios,
asambleas de ciudadanos o juntas de vecinos de una zona o localidad.
Su antecedente son los pueblos indígenas, que conservaron su identidad
étnica y cultural asociada a la tierra y actúan siempre en forma colectiva y
territorial. Estos movimientos llegan a cuestionar las instituciones políticas
vigentes y los actores tradicionales de la sociedad.

La resistencia de las comunidades


En el norte de Perú se han proyectado grandes minas en desmedro de la
agricultura. Las comunidades campesinas ven peligrar sus cultivos y el ganado,
los cursos de agua y sus condiciones de vida. Un caso ejemplar de resistencia
fue Tambogrande, donde la población, gobiernos e iglesias locales
enfrentaron un proyecto de mina de oro a tajo abierto que amenazaba con
destruir su ecosistema agrícola, lo denunciaron dentro y fuera del país y lo
rechazaron en un plebiscito, hasta lograr su revocación por el gobierno.

La expansión minera alentada por el gobierno de Fujimori multiplicó
los conflictos entre las empresas y las comunidades peruanas. De ese proceso
surgió la Confederación Nacional de Comunidades Afectadas por la
Minería (CONACAMI) que defiende los derechos de las poblaciones y lucha
por cambiar el modelo económico. Definen la “planificación participativa
y descentralizada” como la “única vía para el desarrollo sostenible”.

En Esquel, en la Patagonia argentina, la Asamblea de Vecinos
Autoconvocados realizó en 2003 un plebiscito en el que triunfó, con 81%
de los votos, el NO a una mina de la Meridian Gold. Las autoridades no
respetaron ese resultado y la movilización local continúa. Las reformas legislativas
de los años 90, durante el gobierno de Carlos Ménem, alentaron
una proliferación de proyectos mineros, que se mantiene hasta el presente.

En Brasil, además de los conflictos entre poblaciones indígenas y empresas
agroindustriales y de celulosa –como el de los pueblos Tupinikim y
Guaraní contra Aracruz Celulose-, el Movimiento de los Sin Tierra y Vía
Campesina, que luchan desde hace años por la reforma agraria, se enfrentan
también ahora a la forestación, porque se ocupan cada vez mayores
extensiones de tierras utilizables para la producción de alimentos.

La construcción de dos grandes plantas de celulosa sobre el lado uruguayo
del río Uruguay, que es compartido con Argentina, derivó en un serio conflicto
binacional. La movilización de las asambleas ciudadanas ambientales
de la provincia vecina de Entre Ríos obligó al gobierno argentino a cuestionar
esas fábricas ante la Corte Internacional de La Haya, a pesar de existir en
ese país proyectos de forestación y celulosa similares.

Carencias del marco institucional

El fenómeno surge en todos los países de la región y en distintas áreas.
Se autodenominan comisión, junta o asociación de vecinos, vecinos
autoconvocados, comité o red ecológica, asamblea ciudadana o, simplemente,
comunidad o población de tal localidad. A veces, el alcalde, el párroco
o concejales del municipio se suman. Pueden formar federaciones o
confederaciones regionales, pero parten siempre de una realidad local.

La aparición de este nuevo actor o, si se prefiere, antiguo pero con otra
conducta, obliga a los restantes actores a modificar análisis, juicios y acciones
habituales. Sus procesos de decisión y formas de acción son diferentes
a las de los movimientos sociales conocidos, como gremios y asociaciones
creadas por un problema específico. Sus reuniones son abiertas, suele estar
presente toda la familia, los procesos de discusión son más complejos y
los tiempos para tomar decisiones mucho más prolongados.

Las instituciones políticas latinoamericanas sufrieron en las últimas
décadas cambios hacia formas más democráticas y descentralizadas de
gobierno, en particular en los procesos de democratización posteriores a
dictaduras militares. Sin embargo, esta tendencia choca con la tendencia
opuesta de las políticas económicas dominantes. La globalización económica
neoliberal impone una centralización aún mayor de las decisiones.

La deuda externa de la mayoría de los países de la región los ha llevado
a delegar cada vez más sus decisiones políticas y de inversión en el FMI, el
BID y el Banco Mundial. Últimamente, los ‘tratados de inversión’ o de
‘libre comercio’ contienen nuevos condicionamientos. Que un grupo local,
una comunidad o población de una zona particular pretenda participar
en la decisión de un gran proyecto de inversión, no encaja en esa lógica.

En la legislación ambiental de la región, incorporada en años recientes,
se incluyeron formas de consulta pública para la evaluación de los proyectos,
pero no se aplican o funcionan como instancias formales que solo sirven
para legitimar los proyectos en lugar de exponerlos a una crítica seria. En
definitiva, no existe un marco institucional y normativo que otorgue a las
comunidades una participación real en las decisiones del desarrollo.

Reacomodos en empresas y ONG

Históricamente, los grandes proyectos de inversión operaban como
economías de enclave, o sea, un territorio aparte del país en donde la empresa
fijaba las reglas sin rendir cuentas a nadie. El gobierno nacional era
llamado a veces para reprimir las protestas y la comunidad local nunca
tenía voz en el proyecto. Aunque menos visibles y aceptadas en la actualidad,
estas reglas siguen aplicándose en muchas regiones del continente.

Hoy en día, existe una creciente preocupación por la responsabilidad
social y ambiental de las inversiones. Algunos bancos, grupos inversionistas
y grandes corporaciones explicitan en sus principios que los proyectos
requieren una ‘licencia social’ para operar y procuran, incluso con
independencia del gobierno, acuerdos duraderos con la población local.
Pero no son normas obligatorias y otros mantienen las viejas prácticas.

Cuando las condiciones impuestas a la población son insostenibles se
producen estallidos sociales. La presencia de ONG reconocidas y aceptadas
por el gobierno y las empresas ha servido, en muchos casos, como nexo
o mecanismo de intermediación con las comunidades o poblaciones y ha
permitido paliar, al menos en parte, esa ausencia de un reconocimiento
formal y de procesos participativos regulares a nivel local.

Pero cuando las comunidades se autoorganizan y reclaman una participación
con plenos derechos de decisión, esas ONG deben redefinir claramente
su papel. En los conflictos ambientales donde las comunidades o
asambleas ciudadanas están actuando como tales se perciben diferentes
actitudes políticas y reajustes en el accionar de las ONG, que pueden contribuir
o no a afianzar esta nueva dinámica social.

Algunas ONG se ponen al servicio de las comunidades, apoyando la
elaboración de las políticas y el proceso participativo, pero otras adoptan
liderazgos y protagonismos que las singularizan a toda costa. Esta actitud
puede responder a necesidades de preservación política o financiera, pero
cuando compite con las comunidades, las ONG se vuelven un actor político
más y abandonan la función social original.

Un factor clave de la transición

No se trata, simplemente, de que todo lo que venga de las comunidades
autoorganizadas sea correcto. Estos movimientos ciudadanos tienen
muchas dificultades y carencias, entre otras cosas, por la escasa experiencia
participativa, la falta de transparencia de gobiernos y empresas que
dificulta el acceso a la información necesaria para tomar decisiones y por la
ausencia de una cultura centrada en la sustentabilidad del planeta Tierra.

La cuestión estratégica es establecer el eje del tránsito desde la situación
actual hacia la sustentabilidad social y ambiental. Existen todavía muchas
incertidumbres en torno a las características y los medios para lograr
este fin. A partir de lo ya conocido, la comunidad internacional ha definido
algunas políticas y acciones, pero es evidente que los poderes constituidos
no tienen la voluntad política requerida para ponerlas en práctica.

Esto confirma que la crisis ambiental es una crisis de paradigma, de los
presupuestos de esta civilización en su relación con el universo que la rodea.
Considerarlo un simple conflicto de intereses sociales, económicos o
políticos es minimizarla, pues incluye a las nociones culturales y filosóficas
de la civilización. Por tanto, los responsables políticos actuarán en consecuencia
con la sustentabilidad si sus comunidades adoptan una posición conciente
y firme sobre las causas de la crisis y las formas de resolverla.

Las comunidades se pueden equivocar, pero partimos de una equivocación
mucho mayor, un modelo de civilización insostenible. La transición hacia la
sustentabilidad debe ser hecha por todos o, de lo contrario, fracasará. Se
podrá discutir entonces si son apropiados o no tales o cuales diagnósticos
y soluciones, pero lo que no se puede soslayar es que las propuestas
sólo serán llevadas a la práctica, y hasta sus últimas consecuencias,
cuando se cuente con la participación conciente y activa de la población.

No alcanza con el diagnóstico y las soluciones halladas en el laboratorio
o entre pensadores geniales, tampoco basta con líderes serios o unos
acuerdos exhaustivos en las conferencias internacionales, sino de poner
todo esto al servicio de las comunidades en acción. Esta es la forma de
realizar el principio de “pensar globalmente, actuar localmente”.

Si esto no ocurre, es señal de que aún falta mucho para llegar
a la sustentabilidad.

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